martes, 19 de junio de 2018

BARÁTOM, GYURI (MI AMIGO GYURI)


Este niño que así de abiertamente sonríe a la cámara con una mirada tan limpia e ilusionada era nuestro amigo Gyuri. La foto es de 1959, cuando él apenas tenía once ó doce años, y supongo que está tomada en Budapest; esto no lo puedo asegurar, pero sí que fue en Hungría, en un Magyarország para mí difícil de imaginar porque, tan sólo tres años después de la aplastada revolución de 1956, debía de ser un país celosamente cerrado. Cuando yo los conocí (al país primero y después a él), ni el uno ni el otro eran ya los mismos y, sin embargo, os aseguro que si uno alcanzaba a mirar fijamente sus ojos limpios y expresivos podía seguir encontrando esa misma mirada del niño de la fotografía, del niño que siempre fue.
En la distancia trato de recordar cuándo Inés me habló por primera vez de quien acabaría siendo su marido, cuándo por primera vez nos vimos cara a cara, me estrechó la mano o me abrazó efusivamente; porque Gyuri (también en eso como muchos niños), era cariñoso y afectuoso. Es difícil recordar aquellos detalles porque la memoria es caprichosa (o tiene razones que nosotros ignoramos), así es que al final, uno se pone a buscar entre sus recovecos y el recuerdo más lejano que encuentra es el de nuestra primera despedida, cuando (antes de llevarme con su coche a Ferihegy, el aeropuerto de la ciudad), con el mismo alborozo infantil que mostraba ante un truco de magia o las peripecias de los personajes en su serie de televisión favorita, me entregó los regalos que con mucha ilusión había comprado para mis hermanos pequeños, explicándome con detalle la utilidad de cada objeto y, esforzándose por salvar los obstáculos que el idioma nos ponía, haciendo chistes para que cada uno de ellos viajara a España acompañado de una sonrisa. Junto a los obsequios, me entregó un disco que era suyo y que yo le había pedido varias veces que pusiera, un cedé con música de órgano electrónico que, seguramente, ni será húngaro ni nadie conocerá: “The magical wurlitzer” de Raymond Wallbank, pero que a mí me traía el recuerdo de plácidas tardes de domingo en nuestra casa de cuando éramos pequeños y, mientras burlábamos el frío con el calor de un brasero bajo las faldas de la mesa camilla, dejábamos pasar la tarde escuchando en el tocadiscos los vinilos que mis padres ponían y entre los que había uno con música muy parecida a ésta.
Aún conservo el que me regaló Gyuri y lo escucho, una vez más, mientras voy pergeñando estos recuerdos. Porque a éste más antiguo, siguen otros muchos que, como si de los fotogramas de una película se trataran, van pasando por mi mente:
… cocinando algún plato típico, del que luego me pasaría la receta, escrita en húngaro de su puño y letra, de tal modo que me sirviera para ejercitar tanto el idioma como los fogones. (Nunca me salen igual que a él porque seguro que, como todo buen cocinero, se guardaba sin darse cuenta algún ingrediente secreto, algún detalle en el que no se cae porque quizás sea sólo, por ejemplo, la voluntad de agradar).
… celebrando uno de mis cumpleaños junto a Inés y toda su familia.
… probando la sauna que él mismo había construido y en la que se esforzaba en explicarme el funcionamiento, el origen de las maderas que había utilizado o cómo se mantenía la humedad echando agua sobre los guijarros calientes.
… como guía y taxista muchas veces: al aeropuerto, al Palacio Godollo (el de Sissi, emperatriz de Austria y reina de Hungría), a visitar a las hijas de Inés en Göd y en Sződliget… La última vez, al hermoso jardín botánico de Martonvásár y al Parque de las Estatuas (Szoborpark), en el que me fotografió junto al monumento a los combatientes en las Brigadas Internacionales.
… e, invariablemente, con su incombustible sentido del humor y con la nobleza propia de quienes, por más golpes que les haya dado la vida, no han sabido o no han querido dejar de ser niños.
El idioma siempre nos mantuvo separados y, sin embargo, su esfuerzo por entenderme y hacerse entender, ahora que no está, se convierte en la prueba más evidente de su afán por agradarme, por hacerme placentera cada una de mis estancias en Budapest… Qué triste que uno no sepa valorar estas silenciosas muestras de afecto hasta que la otra persona ya no está, hasta que uno ya no puede corresponder con un abrazo caluroso y cordial: Gyuri murió el pasado 11 de febrero. Apenas tenía 62 años y había pasado poco más de uno desde que nos viéramos por última vez, sin que pudiéramos sospechar que el cáncer ya estaba socavando por dentro su robusta constitución. Hoy, 11 de mayo, tres meses después, su familia y sus amigos se han reunido en el Nuevo Cementerio Público de Budapest para decirle adiós con un homenaje, al que yo me quiero sumar con estos entrañables recuerdos porque, aunque la distancia no me haya permitido acompañarlos, soy uno más de quienes lloran su ausencia.


SOPA DE PIEDRAS


 Aún no había caído la tarde cuando, ante la puerta de casa, encendí una pequeña hoguera y puse las trébedes para que sirvieran de base a la olla. Las piedras ya estaban a remojo… Al revés que en la fábula, lo que pedí a quienes quisieron participar en la cena fue que trajeran cantos para hacer la sopa. Ponerlos a remojo, en agua con un poco de lejía y después de haberlos lavado bien, fue sólo una excusa para que quedara constancia de que estaban bien limpios y nadie debía sentir aprensión cuando fuéramos a tomar el caldo. La imagen de aquí al lado es la de nuestras piedras, recién lavadas, momentos antes de echarlas en la olla.
            Se me ocurrió que convertir en experiencia real esta vieja fábula podía ser una divertida invitación a usar la imaginación para superar los tiempos de crisis en que vivimos. ¿Se puede hacer una sabrosa sopa con un puñado de piedras, un caldero y unos litros de agua? Como si la respuesta quisiera venir sola, apenas habíamos encendido el fuego, empezó a llover. La olla sirvió de paraguas a las llamas y pudimos pensar que hasta ésta nos caía del cielo: Agua de lluvia, guijarros recogidos en la playa o la ribera del río, fuego con leña seca del monte… Nosotros sólo tuvimos que poner la buena voluntad y, poco después de las diez de la noche (en el horizonte, al oeste, aún quedaba una delgada franja de luz, recordándonos que el verano está de camino), pudimos sentarnos a la mesa, ante los humeantes cuencos en los que habíamos servido la “sopa de piedras” (para unos como consomé y para otros con pasta, según el gusto de cada cual)
            Yo conocía esta fábula gracias a Anthony de Mello, que la incluyó en suOración de la rana. Existen más versiones; basta con indagar un poco con la ayuda de Internet para enterarse de que, según la tradición portuguesa, los hechos descritos en el cuento ocurrieron en los alrededores de Almeirimn (hoy en día puede encontrarse “sopa de pedra” en todos los restaurante de la localidad), o de que en otros lugares de Europa se conoce como “sopa de clavos” o “sopa de hacha”, porque son éstos o ésta quienes sirven como pretexto para que los aldeanos empiecen a compartir lo poco que tienen, de un modo que ni siquiera habrían considerado sin el catalizador de la sopa que creían estar mejorando… Pero mejor os transcribo la fábula completa, por si algunos de vosotros todavía no la conoce:


     Cierto día, llegó a un pueblo un hombre y pidió comida por las casas; pero la gente le decía que no tenían nada para darle. Al ver que no conseguía su objetivo, cambió de estrategia y, cuando llamó a la siguiente puerta y se encontró con la misma negativa, dijo: 


- "No se preocupe. Tengo una piedra en mi mochila con la que podría hacer una sopa. Si usted me permitiera ponerla en una olla de agua hirviendo, yo haría la mejor sopa del mundo.
 - ¿Con una piedra va a hacer usted una sopa? ¡Me está tomando el pelo!


- En absoluto, señora, se lo prometo. Déjeme un buen puchero y se lo demostraré.


     La mujer buscó el recipiente más grande que tenía y lo puso en mitad de la plaza. El extraño preparó el fuego y colocaron la olla con agua. Cuando ésta empezó a hervir ya estaba todo el vecindario en torno a aquel extraño que, tras dejar caer la piedra en la marmita, probó una cucharada y  exclamó:


- ¡Deliciosa! Lo único que necesita son unas patatas. 


     Una mujer se ofreció de inmediato para traerlas de su casa. El hombre probó de nuevo la sopa, que ya sabía mucho mejor, pero echó en falta un poco de carne. 


     Otra mujer voluntaria corrió a buscarla. Y con el mismo entusiasmo y curiosidad se repitió la escena al pedir unas verduras y sal. Por fin pidió: "¡Platos para todo el mundo!". 


     La gente fue a sus casas a buscarlos y hasta trajeron pan y frutas. Luego se sentaron todos a disfrutar de la espléndida cena, sintiéndose extrañamente felices de compartir, por primera vez, su comida. 


     Y aquel hombre extraño desapareció, dejándoles la milagrosa piedra, que podrían usar siempre que quisieran hacer la más deliciosa sopa del mundo.


            En este cuento que, según he leído en algún lugar, puede considerarse como una especie de Traje nuevo del Emperador a la inversa, (“nada” resulta ser “algo” al final), la piedra inicial es sólo un pretexto para que los aldeanos empiecen a cooperar. Yo sólo quería recordarlo y compartirlo con algunos de mis amigos, en estos momentos en los que la crisis nos obliga a hacernos nuevos planteamientos; por eso lo programé al revés y lo que les pedí que trajeran fueron las piedras y no el pollo, el jamón, los huesos o la verdura… Pero el resultado milagroso se produjo de todos modos: Nadie vino sólo con su guijarro y las ganas de conversar; sino que, aparte de la sopa (que quedó lo suficientemente buena como para que ninguno se dejara nada en el cuenco), la mesa se fue llenando con ensalada, empanadas, tortillas de patata y cebolla, “cocas” de verduras, de jamón, bebidas y deliciosas tartas para el postre: de manzana, rellena de muselina, bizcocho de chocolate, de zanahoria con nueces…
            ¿Será verdad, entonces, que la “sopa de piedras” es un buen catalizador para empezar a compartir? Probad a ver qué tal os sale.



FRANCISCO GONZÁLEZ LEDESMA





Esta semana me he vuelto a encontrar con Francisco González Ledesma en Requena. Es la segunda vez que coincido aquí con el entrañable escritor barcelonés.
Podría hacer memoria y calcular cuándo fue la primera. Pero escribo de madrugada, mientras Vicente Fernández canta a todo pulmón, apuro un tequila con hielo y a mi alrededor empieza a celebrarse el cumpleaños de Eliana (“a lo mejicano”, que diría Borja)… Así es que no voy a hacer ningún esfuerzo y me voy a limitar a recordar que fue en la Cueva del Cristo, en el corazón de La Villa, donde celebrábamos alguna de las entregas de premios del certamen de cuentos hiperbreves (cuentos “cortos-cortos”, los llamábamos), que convocaba Edisena en sus buenos tiempos. Entre los premiados se encontraba una periodista de Barcelona, Victoria González, que había venido acompañada de sus padres, a quienes me presentó alguna de las veces que me acerqué por su mesa para ver cómo iba todo.
—Mi padre también es escritor—,  me dijo.
Él quiso quitarse importancia. Pero resultó que, sentado entre nosotros, teníamos al autor de una docena de novelas, entre otras Crónica sentimental en rojo, con la que había ganado el premio Planeta en 1984.
En aquellos días que no quiero precisar, pero de los que han pasado más de diez años, a Francisco González Ledesma, pese a los premios y las publicaciones, se le conocía más fuera de España que en nuestro país y sus novelas se editaban antes en francés que en español. Así es que tuvieron que ser él mismo y su hija quienes me dieran una lista de sus títulos y me recomendaran muy especialmente la de Soldados,que me apresuré a leer y me sirvió para empezar a conocer la obra dura y violenta, por un lado, escéptica a la par que comprometida y llena de sentimientos, por otro, de este singular escritor de género negro que, para vivir, había escrito cientos de novelas de kiosco (policiacas, del oeste y de ciencia ficción), publicadas con el pseudónimo de “Silver Kane”, curiosamente más popular y conocido que su verdadero nombre, con el que firmaba obras de argumentos más complejos, en las que personajes afinadamente  trazados adentran al lector por el submundo de la delincuencia más sórdida.
La afabilidad de su trato, la humildad con la que quiso pasar desapercibido entre nosotros, para no quitarle importancia a los escritores más jóvenes que, como su hija, habían ganado aquellos modestos premios, y el hecho de haber sido uno de los autores de “literatura barata”, a la que de alguna manera y por varias razones me sentía vinculado, hicieron que este novelista (que valora más al escritor honrado que al buen escritor), despertara en mí una sincera simpatía que traté de mantener viva a través de un par de cartas que intercambiamos después.
Fui yo quien nunca contestó a la última. Una carta entrañable y conmovedora que guardo como un tesoro porque en ella me calificaba (por mi  trabajo como editor), de “último romántico de la imprenta: Hada Madrina del escritor que empieza, Cruz Roja del escritor que termina”…  Si esto último lo decía por él mismo, porque por aquel entonces le era más fácil publicar en Francia que en España (yo lo hubiera hecho con tanto orgullo como lo había hecho con Rodrigo Rubio o Rosa Romá), se equivocaba: Semanas después, Fernando Sánchez Dragó lo puso en primera plana al dedicarle en televisión dos emisiones seguidas de su programa  “Negro sobre blanco”, que en aquella época pretendía marcar tendencias literarias. Pensé que no era entonces el momento de volver a escribirle, que tendría muchas cartas y llamadas que atender y que, mejor dejar pasar un tiempo…  Nunca llegó el momento: Su obra empezó a ser reivindicada, los reportajes y las entrevistas se sucedieron, llegaron los premios (Dashiell Hammett, Pepe Carvalho, RBA de Novela Negra, Premio Mystère a la mejor novela extranjera editada en Francia, Creu de Sant Jordi, Premio José Luis Sampedro…), y sus nuevos títulos empezaron a encontrar lugar en los escaparates y las góndolas de las librerías: El pecado o algo parecidoTiempo de venganzaCinco mujeres y mediaUna novela de barrioNo hay que morir dos veces… por citar las que más me han gustado y, en especial, Historia de mis calles, porque no es una novela, sino unas deliciosas memorias, cuya lectura he recomendado muchas veces y que a mí me encantaron por el detalle con el que muestran el entramado del mundo editorial en los años de la dictadura.
Y eso del mundo editorial de los años cincuenta, de los entresijos de la popular editorial Bruguera, en la que Francisco González Ledesma, además de “Silver Kane”, fue abogado, me hace recordar que, como decía al principio, la pasada semana me he vuelto a encontrar con él en Requena. No ha sido esta vez en la Cueva del Cristo, ni siquiera he podido escuchar su voz o estrechar su mano, ha sido en las páginas de un libro en el que él es personaje y no autor: El invierno del dibujante.

Fue Julie Paola quien me recomendó y pasó Arrugas, la novela gráfica de Paco Roca, antes de que fuera película de animación premiada con dos Goyas. Me gustó tanto que me apresuré a buscar más obras del mismo autor y, en la biblioteca de Requena, conseguí  esta otra, El invierno del dibujante, protagonizada por todos esos artistas que hicieron posible algunos de  los tebeos de mi infancia (no digo que todos porque éstos son los de PulgarcitoTiovivoDDT y otras revistas de Bruguera; a ellos habría que sumar los de la Editora Valenciana, como Jaimito o el genuino TBO de Buigas, Estivill y Viña). Pues en medio de todos estos dibujantes: Vázquez, Ibáñez, Segura, Conti, Cifré, Escobar, Peñarroya, Raf, Nené… aparece “Ledesma”, el abogado de la editorial; quizás quien no haya leído Historia de mis calles o no conozca detalles de su biografía no pueda relacionarlo con Francisco González Ledesma, pero yo he vuelto a revivir todos estos recuerdos y el de la lectura de sus novelas, así es que he pensado que era el momento de traerlo hasta el blog (donde el enlace a su página siempre ha estado), y rendirle este pequeño homenaje.

UNA LECCIÓN DE LUIS LEANTE

      Luis Leante, que tiene nombre de escritor y vida de escritor, es escritor.        
Luis Leante no es escritor porque haya escrito y publicado un par de colecciones de relatos y un puñado de buenas novelas (“Al final del trayecto”, “La edad de Plata”, “El vuelo de las termitas”, “Mira si yo te querré” y “La Luna Roja”, entre otras)… Ni es escritor porque haya ganado algunos premios como el Alfaguara, el Ciudad de Irún o el Rodrigo Rubio… Luis Leante es escritor porque escribe cada día y porque, además de hacerlo con una pulcritud y con una minuciosidad que sólo se pueden conseguir a base de mucha dedicación y trabajo, lo hace con genialidad, algo que nos está vedado a la mayoría y que marca la verdadera diferencia entre un escritor y “uno que escribe”.       

A Luis Leante ya lo he citado más de una vez en las páginas de este blog, y hace tiempo que desde aquí (desde la columna de la derecha), podéis acceder al suyo. Si hoy vuelvo a ocuparme de él es porque, como os he dicho al principio, además de tener nombre de escritor y de serlo, vive vida de escritor.

Yo lo conocí en el año 1997, cuando ganó el Premio de Novela “Odaluna”, uno de los que conformaron el I Certamen Literario Emilio Murcia, en Villatoya. Con el tiempo le oí contar la historia de aquel día; cómo equivocó el camino y llegó a un balneario que entonces estaba abandonado, casi en ruinas, y empezó a creer que alguien le había gastado una broma y lo había llevado hasta un lugar que parecía recrear uno de los escenarios de su novela. Cuando uno se lo oía contar se daba cuenta de que Luis Leante es capaz de convertir en literatura cualquier tipo de experiencia, por nimia que sea; así, aún no conociéndolo tanto ni habiéndolo visto tantas veces, me ha sido fácil reconocer en “El vuelo de las termitas”, rincones toledanos que recorrimos juntos una noche, cuando la estaba redactando, o experiencias de sus viajes a los campamentos saharauis en “Mira si yo te querré”.

Ahora me entero, por dos vías a la vez, de que Luis ha pasado una noche en la cárcel, de que ha estado casi 48 horas detenido e incomunicado. Me pasó Eliana el recorte de prensa, a la vez que Francisca Gata me hacia llegar la noticia aparecida en Internet, el comentario al que lleva este enlace y cuya lectura os recomiendo. Como podéis suponer, el motivo para ser encarcelado en este país, donde resulta tan difícil ir a prisión por cometer delitos, ha sido un acto de rebeldía: arrancar las cámaras de videovigilancia con las que la Dirección del Instituto en el que trabaja pretende espiar las clases que imparte de Latín… A algunos les podrá parecer una situación cómica, esperpéntica; a otros les dará miedo y les hará recordar al Gran Hermano que profetizó Orwell y que, no con muchos años de retraso, va invadiendo con sus cámaras todos los lugares y extendiendo su mirada por todos los rincones… Quizás haya quienes, acostumbrados ya a la muda presencia de esos ojos que nos contemplan por todas partes, no entiendan ese arrebato de ira y de rabia (según las propias palabras de Luis Leante, en un acto de contrición, fácilmente entendible, pero que no compartimos quienes no tenemos que responder ante el Juzgado). Yo no me río (porque no hace ninguna gracia que alguien a quien aprecias como persona y admiras como escritor haya pasado casi cuarenta y ocho horas sin saber si es de día o de noche); pero tampoco me extraño lo más mínimo: Si algo resulta peligroso para este sistema es la cultura; el conocimiento es su mayor enemigo; siendo así, ¿quién puede generar más desconfianza que un profesor de Latín?, ¿quién se puede presumir más sedicioso que un adolescente dispuesto a aprender una “lengua muerta”? Hay que vigilarlos muy de cerca.

Los alumnos y la mayoría de los docentes del Centro se han puesto de su parte. En las ventanas del instituto han aparecido pancartas que lo apoyan y en contra de las cámaras de videovigilancia. Quizá para algunos directivos y gerifaltes este apoyo de los jóvenes a Luis Leante sea una prueba más de su culpabilidad. A mí me hace pensar todo lo contrario: que su acto de rebeldía mereció la pena. En contra de lo que él mismo ha manifestado después (“es impropio de un profesor que tiene que dar ejemplo y me hace plantear si yo puedo ser un modelo de educación”), estoy convencido de que ésta ha sido una importante lección para sus alumnos; puede que alguno de ellos, en un futuro no tan lejano, de su recuerdo saque el coraje necesario para no dejarse  conducir al redil, junto al resto de los borregos y bajo la vigilante mirada de una cuantas videocámaras.

… Y que todo esto no nos haga olvidar que, aparte de tener nombre y vida de escritor, Luis Leante es un escritor al que merece la pena leer. Su última novela, “La Luna Roja”, acaba de publicarse y ya nos está esperando en los estantes de las librerías, junto a esos otros títulos que ya he recomendado en más de una ocasión.

UN PASEO POR ESPAÑA, DE LA MANO DE LEANDRO ARENAS

He viajado por la historia y las tierras de nuestro maltratado país leyendo los poemas que Leandro Arenas ha recogido en su nuevo libro: “España en verso”. A caballo de estos versos que le dan título he recorrido, una a una, las provincias de nuestra geografía; recordando hechos de otros tiempos, parajes y lugares en los que viví o por los que pasé, aprendiendo algo más de otros de los que nunca supe o en los que nunca he estado. Pasar cada una de sus páginas ha sido como abrir los ojos a un nuevo paisaje, a una nueva época, a una nueva luz.

Me contaba mi padre que él había aprendido de forma parecida la geografía y la historia de España, en un libro en el que, con letra manuscrita, un niño como él contaba en sus cartas cómo eran los pueblos por los que pasaba, los ríos que cruzaba, las montañas que le cerraban el horizonte o los mares en los que su mirada no encontraba el fin. Es posible que si Leandro hubiera ido más a la escuela hubiera tenido un libro como aquél en su infancia, puesto que la época de la que hablo debió de ser la misma, o muy cercana; aunque mi padre la viviera por la sierra del Segura y mi entrañable amigo en la vega del río Magro. A ambas, sierra y vega, las sentiré siempre unidas a la poesía: a los romances que mi padre me recitaba de niño, la primera; a los poemas con los que Leandro me hizo ver su paraíso perdido, la segunda.
Historia y poesía, poesía y geografía… Acontecimientos y topónimos buscando la rima que los convierta en verso: Leandro Arenas ha dado una vuelta más a la tuerca y ha convertido en poemas aquellas manuscritas lecciones escritas en forma de carta (tal vez el poema sea siempre una carta más o menos encubierta).
Yo, que no fui capaz de aprender estas lecciones hasta que viajé por España, al pasar las páginas de este libro he ido recordado mis viajes y con ellos, verso a verso, mi vida; desde las idas a los colegios, en Zamora, primero (Santa María la Nueva, la puerta de la Traición, el lago de Sanabria…), y en Córdoba, después, (Medina Zahara, la Mezquita, el puente romano…), el Duero y el Guadalquivir, viñedos y campos de mies, mares de olivos, plantaciones de algodón y los pueblos que, camino del colegio, se iban quedando a los lados de las carreteras: Medina del Campo, Tordesillas, Benavente… Linares, Andújar, Bailén… Choperas y pinares, sauces asomados a las orillas de un río: el Balazote antes de entrar a Andalucía, el Manzanares (“su pequeño río”), al pasar por Madrid… Nombres y palabras que se hacen verso en la pluma de Leandro  y recuerdo en mi memoria.
Cojo este libro entre mis manos, hojeo sus páginas y me pregunto qué se dirá en ellas de otros lugares que he conocido. Cómo se contará La Coruña: el viento que azota El Ferrol y mueve los molinos de la Estaca de Vares, los “bosques tenebrosos” que me recuerdan la fraga de “El Bosque Animado”, la Ría de Arosa... La Barcelona en la que viví: la de las Ramblas y la Sagrada Familia, el barrio gótico y el parque Güell… Mi Albacete natal donde “la amistad se compromete / con un apretón de manos, / ese gesto tan humano / que nos une de por vida,  / compartiendo la comida / como si fueras hermano”.
Cualquier lector de estos poemas puede vivir la misma experiencia, recordar su propia geografía a la vez que aprende la que no conoce, la que se sabe sólo como recuerdo de una lección en la escuela, una lección cantada en la niñez con el sonsonete de las tablas de multiplicar, pero que a la par que los nombres de los pueblos de Valencia (Alcira, Gandía, Requena, Játiva, Alboraya, Cullera), o de las Islas Canarias (La Gomera, Gran Canaria, Hierro, Fuerteventura, Santa Cruz de la Palma…), nos trae a la memoria el olor de la goma de borrar, del plumier de madera, de los lápices de colores recién afilados…


Me ha contado Leandro alguna vez que él no fue a la escuela en la niñez, o no fue tanto como para poder guardar estos recuerdos que a mí me traen la lectura de sus versos. Por eso tiene más mérito que él haya escrito este libro, en el que los nombres de los reyes riman tan acertadamente con los de los sabios, los de los ríos con los de los pueblos, los de los montes con las costumbres de cada lugar. Tiene más valor que todo lo haya hecho sin la muleta de esos otros recuerdos más íntimos y sea sólo su amor a España y a la  poesía (que esos sí me constan), quienes le han llevado a enfrascarse en esta obra para la que yo imagino que se necesita mucha constancia, mucho trabajo con los textos, mucha lucha con el idioma en busca de una rima que no siempre es fácil y de una mesura en la medida de las sílabas que le dé alas a las palabras y, lejos de encorsetar el lenguaje, lo haga vuelo y arte.

MIGUEL ÁNGEL CARCELÉN



Se supone que soy yo quien , en las virtuales páginas de este cuaderno, os presento a la gente que quiero... Se supone que soy yo el que escribe y, a lo sumo, os dejo leer algo de lo que me emociona.
Hoy sin embargo, para daros a conocer a Miguel Ángel Carcelén (que ya ha sido mencionado otras veces y que, como muchos sabéis, antes fue un escritor al que edité y ahora es un editor que me publica), voy a recurrir a las palabras de otro, a lo que sobre él escribió en su blog, David Melar (DaviDelsur)...

"De la casa de Miguel Ángel Carcelén Gandía salen de viaje las palabras. A ella llegan sólo como letras, por las escaleras hasta el tercer piso, pero allí las une como el aire a las corcheas, la única posible argamasa de las arquitecturas etéreas: la voz solidaridad. Antes de seguir hablando como si hiciese castillos en el aire, tengo que decir que Miguel Ángel es el director de Publicaciones Acumán, la única editorial solidaria del mundo. Una editorial que recibe un manuscrito, lo valora. Si es publicable paga la edición, lo vende. Envía el importe íntegro de la venta del libro, al proyecto de la ONG con la que se ha comprometido ese año, lo cimienta. De un tercer piso de una calle de Toledo donde nadie lo diría, hay muchas cosas que decir: allí llegan las letras que quieren hacerse palabras, y se hacen sinfonía.

"Un 3º A cuyas ventanas dan a un Tercer Mundo. En casa de Miguel Ángel Carcelén Gandía, hay ladrillos para Mozambique en el salón; hay semillas y fertilizantes para Nigeria en la cocina; hay lápices y páginas para los niños de Colombia en la mesa de su habitación; hay microcréditos para campesinos paraguayos en el cajón de la mesilla; hay cajas de medicinas para los centros de Malawi, que están en el pasillo, como si fuesen las paredes de su casa periferias de salud para todo el mundo. El mundo es un pañuelo en la estantería de Miguel Ángel.

"Las conversaciones de la casa de Miguel Ángel Carcelén Gandía llegan a los sitios donde menos palabras llegan; ven; y vencen.

"Porque Miguel Ángel no vive escribiendo, sino que escribe viviendo. Ver lo que hace con tus propios ojos, es leer la vida a la cara, sin traducción. Yo tengo la suerte de tener el único ejemplar del libro en que lo cuenta, porque soy su amigo y, como con los libros de los que echo mano cuando necesito saber algo, sé que puedo contar con él si alguna vez le necesito. Porque él es así.

"Él destina el importe íntegro de todos los premios literarios que gana, a proyectos en el Tercer Mundo. Gana varios concursos todos los años. Ha ganado más de 200 en toda su vida (la máquina de la verdad: podéis buscar en Google si no lo creéis). Miguel Ángel, del mismo modo que se viste de payaso (pero se viste sin disfraces seudónimos) para arrancar una sonrisa de la cara de algún niño enfermo, se viste de papel: del papel de regalo con que envuelve los paquetes de material que envía a miles de kilómetros. En realidad, son los miles de kilómetros quienes lo envuelven a él, porque él es el regalo. Ya digo que Miguel Ángel no vive escribiendo: escribe viviendo. Él nunca escribe/vive para él: siempre está escribiendo las obras completas de la vida de quienes más lo necesitan.

"Dulce Chacón dijo de ti, Miguel Ángel: “su prosa conmueve”; Almudena Grandes: “sus argumentos enganchan de principio a fin”; Alfonso Ruiz de Aguirre: “su literatura es esencialmente comprometida”.

"Yo digo que tu prosa, tus argumentos y tu literatura, son tú. Tú eres quien de verdad conmueve, quien engancha de principio a fin y quien tiene la esencia del compromiso en la profundidad del corazón".

...

"Por la sencillez que muestras con todos los que tenemos la suerte de conocerte y tratar contigo: solamente gracias, Miguel Ángel.

"Por la humildad que tienes, la humildad que gastas sin gastar: gracias por nada, Miguel Ángel. Con el nada quiero decir que no te doy las gracias por algo en particular. Que, como al prisma que digiere todos los colores en un blanco único, quiero decirte gracias sólo porque sí. Porque, como en el prisma, en ti entran todas las letras del mundo, y salen comprimidas en una sola palabra, la palabra absoluta: solidaridad.

"Gracias por inventarte eso que en ningún sitio conocen: una editorial solidaria. GRACIAS POR ACUMÁN."


    Os aseguro que yo podría firmar perfectamente lo que acabáis de leer... Pero no hubiera sido capaz de escribirlo así de bien.

GONZALO TORRENTE BALLESTER

Igual que, después de disfrutar de una buena película, no me apetece ver ninguna otra y ha de pasar un tiempo antes de que una nueva me conmueva; cuando alguna lectura me impresiona tanto como me ha impresionado leer De ratones y hombres, de John Steinbeck, sé que, durante un tiempo, me costará encontrar algún libro que me enganche; sé que todo aquel que empiece me sabrá a poco… Pero, así como se puede dejar de ver cine hasta que vuelva a apetecer, es imposible dejar de leer. La solución, para no empezar uno y otro sin acabar ninguno, es recurrir a los que para mí son valores seguros: Pérez Galdós, Haruki Murakami, Cortázar, González Ledesma, Cunqueiro, Paul Auster… por citar algunos, entre los que tampoco puede faltar Gonzalo Torrente Ballester, que es a quien he elegido para consolarme de que el relato de Steinbeck fuera tan corto.
            Hoy mismo llegaré al punto y final de Cuadernos de La Romana y, mientras me ha durado su lectura, he tenido la impresión (todo el tiempo), de estar leyendo un “blog” que hubiera sido escrito años antes de que se inventara Internet: Comentarios en primera persona sobre sus viajes, sus lecturas, sus clases en el instituto, la creación de sus novelas, los encuentros con amigos más o menos famosos, las comidas, las cartas de sus lectores… Ha habido un momento en el que he creído que yo mismo iba a aparecer en sus páginas. Aunque nuestro encuentro, en su casa de Salamanca, fue nueve años después de la edición de este libro.
            Siempre creí que yo no había conocido a Gonzalo Torrente Ballester hasta que fue nombrado miembro de la Real Academia de la Lengua en 1975... Recuerdo que lo supe por el desaparecido e inolvidable Pueblo, “diario de la tarde”, y que me indignó que a un total “desconocido” (que ridícula es la ignorancia), con esos aires de pedante, se le otorgara tanta importancia… Pero sólo dos años después, siguiendo la recomendación de mi entrañable amigo Agustín Cortés, me enfrasqué en la lectura de La saga/fuga de J.B., a la que le dediqué ininterrumpidamente casi las veinticuatro horas del 11 de septiembre de 1977 (doy tantos detalles para que se vea como me impactó). Ahora sé que yo ya había visto escritos de y sobre él tanto en el suplemento literario de Pueblo como en La Estafeta Literaria, pues aún conservo algunos ejemplares de mi adolescencia en los que aparece, auque yo no me hubiera aprendido su nombre… Y, además, era el autor de Aprendiz de hombre, uno de los libros de texto que tuvimos en bachillerato en la asignatura de “Política” (oficialmente “Formación del Espíritu Nacional”)
            Después de que yo leyera aquella primera novela, algunas otras como Fragmentos de ApocalipsisLa isla de los Jacintos Cortados o Don Juan, y otro cuaderno de bitácora literaria (así se definió en  1982 a Los cuadernos de un vate vago), Torrente Ballester se hizo popular con la versión televisiva de su trilogía Los gozos y las sombras y obteniendo los premios Cervantes de Literatura (en 1985) y Planeta (con Filomeno, a mi pesar, en 1988).
            Entre la televisión y el Cervantes, en la primavera de 1984, tuve ocasión de conocerlo personalmente, en su casa de Salamanca. Viene al caso recordarlo ahora, que lo estoy volviendo a leer; aunque reconozco que para mí fue una experiencia tan importante que, siempre que tengo la oportunidad, hablo de ello… aún sin venir a cuento.
            Viajaba camino de Las Hurdes, siguiendo los pasos de Buñuel, cuando me paré en Salamanca para visitar a Pilar Martín, a la que hacía años que no veía y que había sido mi profesora de Literatura el último año de bachillerato. Cuando acabó el curso y nos despedimos creyendo que era para siempre (luego tuvimos ocasión de encontrarnos muchas veces), me regaló un ejemplar de Rayuela y una lista de lecturas que me serían imprescindibles para convertirme en un buen escritor (empezando por esa novela de Cortázar). Es obvio que no las hice todas pero, en la terraza de su ático, cuando nos poníamos al día de las andanzas que, desde Córdoba, a ella la habían llevado a Salamanca y a mí a Castellón, y salió a colación mi apasionada lectura de La saga/fuga de J.B., ella me explicó que su autor vivía en la ciudad y que tal vez podría aprovechar mi estancia allí para conocerlo en persona.
            
Me decidí a la mañana siguiente. Busqué su número de teléfono en la guía y lo llamé. Me citó en su propia casa. En una librería de su misma calle, para que me lo firmara, compré un ejemplar de su último libro publicado: Quizá nos lleve el viento al infinito, una novela que no me gustó tanto, pero que dan ganas de leer si se le oye hablar de ella a José Pablo Bordás. Gonzalo Torrente Ballester me dio dos bellas lecciones aquel día: Una, de sabiduría literaria, que nunca he olvidado; la otra, de generosidad, que no he llegado a entender hasta hace poco.
            Durante dos horas, aquel hombre sabio, novelista genial, miembro de la Real Academia y a punto de convertirse en Premio Cervantes, habló conmigo no sólo de su obra, sino de sus lecturas; de cómo lo había marcado la La Odisea; de cómo, antes de que los escritores latinoamericanos hicieran famoso el realismo mágico, el gallego Álvaro Cunqueiro ya los había superado en ese género; intercambiamos opiniones sobre una lista que Diario 16 había publicado por entonces con las diez mejores novelas del siglo en nuestra lengua, y entre las que estaba su Saga/fuga, junto a Cien años de soledad, La Colmena, Rayuela, Tiempo de silencio, El Jarama… Recuerdo perfectamente sus comentarios sobre cada una de estas obras, sobre sus autores, a muchos de los cuales había conocido personalmente.
            Ésa fue la lección literaria… La generosidad con que compartió su tiempo con un joven desconocido que llamó a su puerta, sólo he podido comprenderla cuando, a medida que me he ido haciendo mayor, me he vuelto más avaro del mío, más celoso de mi intimidad. Cuando uno regatea los minutos incluso a los amigos, porque vive convencido de que el tiempo no le alcanza para nada y, estresado, con prisa siempre, trata de esquivar a los meros conocidos y es cortante hasta la mala educación con los desconocidos, no puede menos que admirarse de que un hombre importante, como lo fue Gonzalo Torrente Ballester, interrumpiera todo lo que estuviera haciendo para hablar con alguien como yo… Y aún tuvo tiempo, cuando nos despedíamos, de darme algunas indicaciones para mi visita a Las Hurdes. Me fueron muy valiosas, pero este viaje, y el segundo, que hice quince años después, ya son tema para otro día.

EL ABRAZO DE LOS SANTOS

  Yo creo que aún no había amanecido cuando, cada Viernes Santo, nos despertaban para ir a la Procesión del Encuentro. Ni el madrugón ni el frío de la aurora nos importaban. Merecía la pena llegar a la iglesia cuando aún era de noche y encontrarla llena de luz, iluminada por cientos de velas que alumbraban a otros tantos vecinos que también estaban esperando a que los pasos se echaran a andar: Jesucristo, cargando con la cruz donde horas después sería crucificado; San Juan, el discípulo amado, que hacía de guía de la Virgen de los Dolores y, por último, la Verónica que, al final, habría de participar en el drama que tendría lugar en la placetilla de la Cruz Verde.                Para nosotros, los niños, era el momento más importante de todas las vacaciones de Pascua… Al menos así fue hasta que permitieron proyectar películas en el cine, se pudo escuchar música no religiosa en la radio e, incluso, se abrieron las discotecas… Al menos de esa manera lo recuerdo, aunque también es posible que me engañe la memoria.
            La magia de aquella procesión, que nunca salía en el Nodo (como las de Zamora, Sevilla o Cartagena), no estaba sólo en que lentamente se fuera haciendo de día a los ojos de quienes las seguíamos, o en que el camino hacia el Calvario atravesase calles de Casas Ibáñez; para mí el encanto estaba en ver cómo las imágenes, una vez llegaban a la placetilla, a hombros de unos cuantos costaleros, se movían representando una función en la que se encontraban unos con otros, se abrazaban y, milagrosamente, todos los años, la cara de Cristo se quedaba grabada en el paño con el que la Verónica le limpiaba el rostro; mientras una voz cascada y rota, a la que contestaba un coro de hombres (sólo hombres), lo iba narrando con las estrofas de una “saeta” que ha ido pasando de padres a hijos de Semana Santa en Semana Santa.
            
Casi cincuenta años después, algunas cosas han cambiado: Nadie se levanta al amanecer para ir a una procesión, así es que no es hasta las nueve de la mañana que los Santos se deciden a salir de la iglesia de Casas Ibáñez; donde ya no atraviesan la plaza del Caudillo y la calle de José Antonio sino que, para llegar a la de la Amargura, pasan por la plaza de la Constitución y la calle Correos. Los pasos, aún siendo los mismos, son mucho más pequeños que en mi infancia. Las mujeres ya no llevan velo y los hombres no se descubren al paso de las imágenes, quitándose la boina; más bien, unos y otras, nos protegemos del relente con gorros de lana y hemos cambiado los abrigos de fieltro y las chaquetas de pana por prendas de piel y chupas de cuero. El rostro de Cristo ya no se estampa milagrosamente en el paño de la Verónica, sino que éste va oculto en un pliegue que, descaradamente, se deshace a la vista de todo el mundo, tirando de un hilo. La voz que rompe el silencio con el clásico sonsonete de toda la vida ya no es la misma, aunque está igual de cascada y rota; entre los hombres que le responden desde el coro hay algunos que fueron conmigo a la escuela y que ahora llevan a sus nietos de la mano… Y aún así…
            Aún así, cada Viernes Santo, siempre que puedo, me levanto al amanecer y viajo casi una hora para estar presente en el momento en el que los Santos se encuentran y se abrazan. Cuando la procesión se acaba, Ramona y su familia nos abren la puerta de su casa a un puñado de amigos; allí nos esperan, para paliar el frío que nos haya podido aterir, un puchero de chocolate caliente, magdalenas y bizcochos del horno, tortas malhechas y de manteca, fritillas y cañas fritas… Pero ésa ya es historia para otro día.

LIBROS, PAN Y ZAPATOS

(Recordando a Lorca y a Emilio Murcia)

Buscando otros textos he ido a toparme con el de un discurso que dio Federico García Lorca cuando lo invitaron a inaugurar la biblioteca de su pueblo (Fuente Vaqueros), en septiembre de 1931. No sé si el título del mismo (“Medio pan y un libro”) se debe al poeta o a quien lo ha recogido en una página de Internet, pero a mí me ha invitado a la lectura y me ha hecho recordar a Emilio Murcia, hombre bueno al que ya he citado en alguna ocasión y que, cosas de la vida, debió morir casi a la misma edad temprana que Lorca, aunque años después y por causas más naturales.
La historia se la he oído contar a Maribel Rubio, su viuda, quien quizás no necesitó escucharla de labios de sus suegros, pues su relación con Emilio se remontaba a la infancia de ambos y, cuando esto ocurrió, él era ya un adolescente que, por falta de recursos, iba “descalzo” al instituto de Requena; entendiendo que, aunque sin zapatos, iría a sus clases de bachillerato calzando las típicas albarcas que usaban todos los hortelanos de Villatoya, su pueblo; buenas para regar y andar por ribazos, pero poco adecuadas para proteger los pies en las frías mañanas de hielo y escarcha. Cuenta Maribel que unas Navidades, con esfuerzo, lograron los padres de Emilio reunir el dinero necesario para que se comprara unos zapatos en Requena… Y de Requena volvió, tan descalzo como se había ido, pero con un puñado de libros con los que enriquecer su incipiente biblioteca.
Maribel lo cuenta mejor que yo; así es que más vale dejarlo aquí y, sin más, pasaros el texto de Lorca que me lo ha hecho recordar:

Cuando alguien va al teatro, a un concierto o a una fiesta de cualquier índole que sea, si la fiesta es de su agrado, recuerda inmediatamente y lamenta que las personas que él quiere no se encuentren allí. “Lo que le gustaría esto a mi hermana, a mi padre”, piensa, y no goza ya del espectáculo sino a través de una leve melancolía. Ésta es la melancolía que yo siento, no por la gente de mi casa, que sería pequeño y ruin, sino por todas las criaturas que por falta de medios y por desgracia suya no gozan del supremo bien de la belleza que es vida y es bondad y es serenidad y es pasión.
Por eso no tengo nunca un libro, porque regalo cuantos compro, que son infinitos, y por eso estoy aquí honrado y contento de inaugurar esta biblioteca del pueblo, la primera seguramente en toda la provincia de Granada.
No sólo de pan vive el hombre. Yo, si tuviera hambre y estuviera desvalido en la calle no pediría un pan; sino que pediría medio pan y un libro. Y yo ataco desde aquí violentamente a los que solamente hablan de reivindicaciones económicas sin nombrar jamás las reivindicaciones culturales que es lo que los pueblos piden a gritos. Bien está que todos los hombres coman, pero que todos los hombres sepan. Que gocen todos los frutos del espíritu humano porque lo contrario es convertirlos en máquinas al servicio de Estado, es convertirlos en esclavos de una terrible organización social.
Yo tengo mucha más lástima de un hombre que quiere saber y no puede, que de un hambriento. Porque un hambriento puede calmar su hambre fácilmente con un pedazo de pan o con unas frutas, pero un hombre que tiene ansia de saber y no tiene medios, sufre una terrible agonía porque son libros, libros, muchos libros los que necesita y ¿dónde están esos libros?
¡Libros! ¡Libros! Hace aquí una palabra mágica que equivale a decir: “amor, amor”, y que debían los pueblos pedir como piden pan o como anhelan la lluvia para sus sementeras. Cuando el insigne escritor ruso Fedor Dostoyevsky, padre de la revolución rusa mucho más que Lenin, estaba prisionero en la Siberia, alejado del mundo, entre cuatro paredes y cercado por desoladas llanuras de nieve infinita; y pedía socorro en carta a su lejana familia, sólo decía: “¡Enviadme libros, libros, muchos libros para que mi alma no muera!”. Tenía frío y no pedía fuego, tenía terrible sed y no pedía agua: pedía libros, es decir, horizontes, es decir, escaleras para subir la cumbre del espíritu y del corazón. Porque la agonía física, biológica, natural, de un cuerpo por hambre, sed o frío, dura poco, muy poco, pero la agonía del alma insatisfecha dura toda la vida.
Ya ha dicho el gran Menéndez Pidal, uno de los sabios más verdaderos de Europa, que el lema de la República debe ser: “Cultura”. Cultura porque sólo a través de ella se pueden resolver los problemas en que hoy se debate el pueblo lleno de fe, pero falto de luz.

ENRIQUE Y VIAJES ALTIPLANO


Cielo Rosalba Villamil nació y creció en Sabana Perdida, a las afueras de Santo Domingo, tiene 31 años, que no aparenta de tan menuda como es, y emigró a España como camarera, aunque hace tiempo que, por circunstancias que no vienen al caso, está trabajando en uno de los clubs de alterne que, desde el camino del cementerio, se asoman a la antigua carretera nacional; allí se hace llamar “Yaquelín”, a secas, sin segundo nombre ni apellidos, dice tener 23 años y haber estudiado técnicas de secretariado. Cielo Rosalba piensa que su verdadero nombre y su verdadera edad, como el hecho de tener tres hijos esperándola en la República Dominicana, es algo que a nadie le importa en este país donde los pocos que no se apartan a su paso y la miran a la cara, lo hacen pasándose la lengua por los labios o llevándose la mano a la bragueta… Pero hay excepciones, claro que hay excepciones, como la de Enrique Ruiz Guillamón, el chico de Viajes Altiplano que, cada vez que ha tenido que viajar a su país, no sólo le ha conseguido los pasajes más baratos, sino que le ha dado todas las facilidades para que pueda pagarlos, atendiéndola con una sonrisa, tratándola con respeto y dándole una confianza que ella misma había olvidado merecer.
Cielo Rosalba llegó por primera vez a la agencia de viajes de la mano de una colombiana, compañera de miserias en el club, que ya había viajado a Bogotá un par de veces con la ayuda de Enrique. Es posible que si no hubiera sido así, nunca lo hubiera hecho, porque el pequeño y destartalado local siempre estaba lleno de gente que esperaba hasta horas para ser atendida; es posible que quien no conociera a Enrique o hubiera oído hablar de los “milagros” que conseguía con su viejo fax y el teléfono permanentemente pegado a la oreja, hubiese buscado otra agencia de las que hay en Requena (que es donde ocurrieron o pudieron haber ocurrido estos hechos), y donde hubieran sido atendidos con mayor rapidez. Enrique siempre trabajó solo, desde la mañana a la noche, atendiendo personalmente a cada uno de los clientes que, cuando volvían por segunda vez, ya lo hacían como amigos. Así se explican aquellas largas colas, el tener que pedir vez para no perder el turno, como antes se hacían en la carnicería o la peluquería, el volver una y otra vez, aunque ya hubiera caído la noche, por si había menos gente: Menos inmigrantes que, gracias a Enrique, podían visitar más fácilmente a sus familias lejanas; menos adolescentes que, gracias a Enrique, conseguían su primera escapada en pandilla a una casa rural asequible a sus paupérrimos bolsillos; menos familias numerosas que, gracias a Enrique, encontraban un apartamento u hotel en el que pasar unos días al lado de una playa; menos estudiantes que, gracias a Enrique, realizarían el viaje de fin de curso que no hubieran podido pagar de otra manera… Quizás por eso, aunque sobre el dintel de la puerta rezara un rótulo con el nombre de “Viajes Altiplano”, todo el mundo decía siempre “la agencia de Enrique” o, simplemente, sin más, “donde Enrique”.
Mientras las revistas de viajes y los folletos de las agencias mayoristas se amontonaban por los rincones, esperando que hubiera tiempo o necesidad de verlas u ordenarlas, en una de las estanterías se iban acumulando los recuerdos que sus clientes le traíamos de nuestros viajes: un gallo de Portugal, un indalo de Mojácar, una chiva de Colombia, una brujita de oro de Sort, una rosa del desierto del Sahara, una virgen de Guadalupe extremeña o mejicana… y postales en las que, desde el rincón más escondido del país o desde cualquier otro remoto lugar del mundo, alguien le enviaba recuerdos o le daba las gracias por haberle ayudado a llegar hasta allí. Cuando Cielo Rosalba tenía que esperar su turno, de pie o sentada en una de las pocas sillas que amueblaban el local, miraba todo eso y miraba a Enrique que, enfrascado en su tarea y sin perder nunca la paciencia, atendía con mimo a su cliente, buscaba una y otra vez, proponía, aconsejaba, telefoneaba, hacía números, escuchaba objeciones y sugerencias, hasta que conseguía encontrar lo que quien quiera que fuese estaba buscando, sin más ayuda que la de la computadora que él, como español, llamaba ordenador, el teléfono y el fax en cuyo rollo de papel térmico iban apareciendo milagrosas ofertas, del mismo modo que de las cestas vacías los santos de película van sacando lo que los mendigos necesitan.
El pasado 21 de octubre, Cielo Rosalba se acercó por última vez a Viajes Altiplano. En vez de los cincuenta euros con los que pensaba dar una señal para reservar su viaje a República Dominicana las próximas Navidades, llevaba un cirio que dejó encendido junto al escaparate que anunciaba las ofertas de última hora y mostraba carteles de un plácido Caribe de arenas blancas y esbeltas palmeras, junto a otros con imágenes de las nevadas cumbres de los Pirineos y los Alpes. No fue la suya la primera vela que una mano anónima depositaba en el lugar donde todos hubieran querido encontrar a Enrique; otras ceras ardían ya y otras se fueron sumando a las flores que empezaban a amontonarse a medida que la noticia de la muerte violenta de Enrique sobrecogía a todos los vecinos. De unos y de otros, durante el día en el pueblo y por la noche en el club, “Yaquelín” a secas, sin segundo nombre ni apellidos, oiría varias versiones y las teorías más dispares acerca de esa muerte que a ella, como a tanta otra gente, había hecho llorar… Al final, sólo de una cosa estaba segura: Enrique, que había pasado unos días en República Dominicana y regresaba a España el día 20 a las once de la mañana, alcanzó a llegar a la terminal, facturó su equipaje y avisó a su familia de la hora de arribada a Barajas; pero las maletas llegaron solas, él apareció muerto en la ciudad de Santiago, a 200 kilómetros del aeropuerto.

Escribo esta historia mientras contemplo las llanuras de la plana que dio nombre a su agencia, a la misma hora que en Camporrobles, el pueblo donde nació hace sólo treinta y siete años, lo están enterrando sus familiares y cientos de acompañantes; a mí también me ayudó a viajar a Hungría, a Colombia, a traerme de allí a mis hijos, a encontrar alojamientos a los amigos que han venido a conocer España desde Chile (Mo, en una ocasión, su hermana Lilian en otra), desde Austria (Hassan y Mónica); a encontrar un hotel asequible para pasar unos días de vacaciones en Mojácar, Playa de Aro, Oropesa del Mar… Aunque en más de una ocasión hablamos de temas personales y, por haber vivido nosotros antes que él la misma situación, de los problemas que conlleva el casarse con una extranjera o traerse a España niños de otro país, no voy a presumir ahora de una gran amistad, porque no fue tal; pero sí de lo agradable que resultó tratar con él, ya fuera al encontrárselo en la calle o al traspasar el umbral de la puerta de su agencia; del cariño que siempre nos profesó a Eliana, a los niños y a mí. Por todo ello y por el vacío que su ausencia deja en nuestro pueblo y en nuestros corazones, he querido rendirle homenaje con esta pequeña semblanza en la que de la mano de Cielo Rosalba, “Yaquelín”, un personaje inventado, pero que podría ser real, he tratado de recrear el lugar donde lo conocí y la entrañable atmósfera que envolvía “Viajes Altiplano”, la agencia de Enrique.