Esta semana me he vuelto a encontrar con Francisco González Ledesma en Requena. Es la segunda vez que coincido aquí con el entrañable escritor barcelonés.
Podría hacer memoria y calcular cuándo fue la primera. Pero escribo de madrugada, mientras Vicente Fernández canta a todo pulmón, apuro un tequila con hielo y a mi alrededor empieza a celebrarse el cumpleaños de Eliana (“a lo mejicano”, que diría Borja)… Así es que no voy a hacer ningún esfuerzo y me voy a limitar a recordar que fue en la Cueva del Cristo, en el corazón de La Villa, donde celebrábamos alguna de las entregas de premios del certamen de cuentos hiperbreves (cuentos “cortos-cortos”, los llamábamos), que convocaba Edisena en sus buenos tiempos. Entre los premiados se encontraba una periodista de Barcelona, Victoria González, que había venido acompañada de sus padres, a quienes me presentó alguna de las veces que me acerqué por su mesa para ver cómo iba todo.
—Mi padre también es escritor—, me dijo.
Él quiso quitarse importancia. Pero resultó que, sentado entre nosotros, teníamos al autor de una docena de novelas, entre otras Crónica sentimental en rojo, con la que había ganado el premio Planeta en 1984.
En aquellos días que no quiero precisar, pero de los que han pasado más de diez años, a Francisco González Ledesma, pese a los premios y las publicaciones, se le conocía más fuera de España que en nuestro país y sus novelas se editaban antes en francés que en español. Así es que tuvieron que ser él mismo y su hija quienes me dieran una lista de sus títulos y me recomendaran muy especialmente la de Soldados,que me apresuré a leer y me sirvió para empezar a conocer la obra dura y violenta, por un lado, escéptica a la par que comprometida y llena de sentimientos, por otro, de este singular escritor de género negro que, para vivir, había escrito cientos de novelas de kiosco (policiacas, del oeste y de ciencia ficción), publicadas con el pseudónimo de “Silver Kane”, curiosamente más popular y conocido que su verdadero nombre, con el que firmaba obras de argumentos más complejos, en las que personajes afinadamente trazados adentran al lector por el submundo de la delincuencia más sórdida.
La afabilidad de su trato, la humildad con la que quiso pasar desapercibido entre nosotros, para no quitarle importancia a los escritores más jóvenes que, como su hija, habían ganado aquellos modestos premios, y el hecho de haber sido uno de los autores de “literatura barata”, a la que de alguna manera y por varias razones me sentía vinculado, hicieron que este novelista (que valora más al escritor honrado que al buen escritor), despertara en mí una sincera simpatía que traté de mantener viva a través de un par de cartas que intercambiamos después.
Fui yo quien nunca contestó a la última. Una carta entrañable y conmovedora que guardo como un tesoro porque en ella me calificaba (por mi trabajo como editor), de “último romántico de la imprenta: Hada Madrina del escritor que empieza, Cruz Roja del escritor que termina”… Si esto último lo decía por él mismo, porque por aquel entonces le era más fácil publicar en Francia que en España (yo lo hubiera hecho con tanto orgullo como lo había hecho con Rodrigo Rubio o Rosa Romá), se equivocaba: Semanas después, Fernando Sánchez Dragó lo puso en primera plana al dedicarle en televisión dos emisiones seguidas de su programa “Negro sobre blanco”, que en aquella época pretendía marcar tendencias literarias. Pensé que no era entonces el momento de volver a escribirle, que tendría muchas cartas y llamadas que atender y que, mejor dejar pasar un tiempo… Nunca llegó el momento: Su obra empezó a ser reivindicada, los reportajes y las entrevistas se sucedieron, llegaron los premios (Dashiell Hammett, Pepe Carvalho, RBA de Novela Negra, Premio Mystère a la mejor novela extranjera editada en Francia, Creu de Sant Jordi, Premio José Luis Sampedro…), y sus nuevos títulos empezaron a encontrar lugar en los escaparates y las góndolas de las librerías: El pecado o algo parecido, Tiempo de venganza, Cinco mujeres y media, Una novela de barrio, No hay que morir dos veces… por citar las que más me han gustado y, en especial, Historia de mis calles, porque no es una novela, sino unas deliciosas memorias, cuya lectura he recomendado muchas veces y que a mí me encantaron por el detalle con el que muestran el entramado del mundo editorial en los años de la dictadura.
Y eso del mundo editorial de los años cincuenta, de los entresijos de la popular editorial Bruguera, en la que Francisco González Ledesma, además de “Silver Kane”, fue abogado, me hace recordar que, como decía al principio, la pasada semana me he vuelto a encontrar con él en Requena. No ha sido esta vez en la Cueva del Cristo, ni siquiera he podido escuchar su voz o estrechar su mano, ha sido en las páginas de un libro en el que él es personaje y no autor: El invierno del dibujante.
Fue Julie Paola quien me recomendó y pasó Arrugas, la novela gráfica de Paco Roca, antes de que fuera película de animación premiada con dos Goyas. Me gustó tanto que me apresuré a buscar más obras del mismo autor y, en la biblioteca de Requena, conseguí esta otra, El invierno del dibujante, protagonizada por todos esos artistas que hicieron posible algunos de los tebeos de mi infancia (no digo que todos porque éstos son los de Pulgarcito, Tiovivo, DDT y otras revistas de Bruguera; a ellos habría que sumar los de la Editora Valenciana, como Jaimito o el genuino TBO de Buigas, Estivill y Viña). Pues en medio de todos estos dibujantes: Vázquez, Ibáñez, Segura, Conti, Cifré, Escobar, Peñarroya, Raf, Nené… aparece “Ledesma”, el abogado de la editorial; quizás quien no haya leído Historia de mis calles o no conozca detalles de su biografía no pueda relacionarlo con Francisco González Ledesma, pero yo he vuelto a revivir todos estos recuerdos y el de la lectura de sus novelas, así es que he pensado que era el momento de traerlo hasta el blog (donde el enlace a su página siempre ha estado), y rendirle este pequeño homenaje.
No hay comentarios:
Publicar un comentario