martes, 19 de junio de 2018

GONZALO TORRENTE BALLESTER

Igual que, después de disfrutar de una buena película, no me apetece ver ninguna otra y ha de pasar un tiempo antes de que una nueva me conmueva; cuando alguna lectura me impresiona tanto como me ha impresionado leer De ratones y hombres, de John Steinbeck, sé que, durante un tiempo, me costará encontrar algún libro que me enganche; sé que todo aquel que empiece me sabrá a poco… Pero, así como se puede dejar de ver cine hasta que vuelva a apetecer, es imposible dejar de leer. La solución, para no empezar uno y otro sin acabar ninguno, es recurrir a los que para mí son valores seguros: Pérez Galdós, Haruki Murakami, Cortázar, González Ledesma, Cunqueiro, Paul Auster… por citar algunos, entre los que tampoco puede faltar Gonzalo Torrente Ballester, que es a quien he elegido para consolarme de que el relato de Steinbeck fuera tan corto.
            Hoy mismo llegaré al punto y final de Cuadernos de La Romana y, mientras me ha durado su lectura, he tenido la impresión (todo el tiempo), de estar leyendo un “blog” que hubiera sido escrito años antes de que se inventara Internet: Comentarios en primera persona sobre sus viajes, sus lecturas, sus clases en el instituto, la creación de sus novelas, los encuentros con amigos más o menos famosos, las comidas, las cartas de sus lectores… Ha habido un momento en el que he creído que yo mismo iba a aparecer en sus páginas. Aunque nuestro encuentro, en su casa de Salamanca, fue nueve años después de la edición de este libro.
            Siempre creí que yo no había conocido a Gonzalo Torrente Ballester hasta que fue nombrado miembro de la Real Academia de la Lengua en 1975... Recuerdo que lo supe por el desaparecido e inolvidable Pueblo, “diario de la tarde”, y que me indignó que a un total “desconocido” (que ridícula es la ignorancia), con esos aires de pedante, se le otorgara tanta importancia… Pero sólo dos años después, siguiendo la recomendación de mi entrañable amigo Agustín Cortés, me enfrasqué en la lectura de La saga/fuga de J.B., a la que le dediqué ininterrumpidamente casi las veinticuatro horas del 11 de septiembre de 1977 (doy tantos detalles para que se vea como me impactó). Ahora sé que yo ya había visto escritos de y sobre él tanto en el suplemento literario de Pueblo como en La Estafeta Literaria, pues aún conservo algunos ejemplares de mi adolescencia en los que aparece, auque yo no me hubiera aprendido su nombre… Y, además, era el autor de Aprendiz de hombre, uno de los libros de texto que tuvimos en bachillerato en la asignatura de “Política” (oficialmente “Formación del Espíritu Nacional”)
            Después de que yo leyera aquella primera novela, algunas otras como Fragmentos de ApocalipsisLa isla de los Jacintos Cortados o Don Juan, y otro cuaderno de bitácora literaria (así se definió en  1982 a Los cuadernos de un vate vago), Torrente Ballester se hizo popular con la versión televisiva de su trilogía Los gozos y las sombras y obteniendo los premios Cervantes de Literatura (en 1985) y Planeta (con Filomeno, a mi pesar, en 1988).
            Entre la televisión y el Cervantes, en la primavera de 1984, tuve ocasión de conocerlo personalmente, en su casa de Salamanca. Viene al caso recordarlo ahora, que lo estoy volviendo a leer; aunque reconozco que para mí fue una experiencia tan importante que, siempre que tengo la oportunidad, hablo de ello… aún sin venir a cuento.
            Viajaba camino de Las Hurdes, siguiendo los pasos de Buñuel, cuando me paré en Salamanca para visitar a Pilar Martín, a la que hacía años que no veía y que había sido mi profesora de Literatura el último año de bachillerato. Cuando acabó el curso y nos despedimos creyendo que era para siempre (luego tuvimos ocasión de encontrarnos muchas veces), me regaló un ejemplar de Rayuela y una lista de lecturas que me serían imprescindibles para convertirme en un buen escritor (empezando por esa novela de Cortázar). Es obvio que no las hice todas pero, en la terraza de su ático, cuando nos poníamos al día de las andanzas que, desde Córdoba, a ella la habían llevado a Salamanca y a mí a Castellón, y salió a colación mi apasionada lectura de La saga/fuga de J.B., ella me explicó que su autor vivía en la ciudad y que tal vez podría aprovechar mi estancia allí para conocerlo en persona.
            
Me decidí a la mañana siguiente. Busqué su número de teléfono en la guía y lo llamé. Me citó en su propia casa. En una librería de su misma calle, para que me lo firmara, compré un ejemplar de su último libro publicado: Quizá nos lleve el viento al infinito, una novela que no me gustó tanto, pero que dan ganas de leer si se le oye hablar de ella a José Pablo Bordás. Gonzalo Torrente Ballester me dio dos bellas lecciones aquel día: Una, de sabiduría literaria, que nunca he olvidado; la otra, de generosidad, que no he llegado a entender hasta hace poco.
            Durante dos horas, aquel hombre sabio, novelista genial, miembro de la Real Academia y a punto de convertirse en Premio Cervantes, habló conmigo no sólo de su obra, sino de sus lecturas; de cómo lo había marcado la La Odisea; de cómo, antes de que los escritores latinoamericanos hicieran famoso el realismo mágico, el gallego Álvaro Cunqueiro ya los había superado en ese género; intercambiamos opiniones sobre una lista que Diario 16 había publicado por entonces con las diez mejores novelas del siglo en nuestra lengua, y entre las que estaba su Saga/fuga, junto a Cien años de soledad, La Colmena, Rayuela, Tiempo de silencio, El Jarama… Recuerdo perfectamente sus comentarios sobre cada una de estas obras, sobre sus autores, a muchos de los cuales había conocido personalmente.
            Ésa fue la lección literaria… La generosidad con que compartió su tiempo con un joven desconocido que llamó a su puerta, sólo he podido comprenderla cuando, a medida que me he ido haciendo mayor, me he vuelto más avaro del mío, más celoso de mi intimidad. Cuando uno regatea los minutos incluso a los amigos, porque vive convencido de que el tiempo no le alcanza para nada y, estresado, con prisa siempre, trata de esquivar a los meros conocidos y es cortante hasta la mala educación con los desconocidos, no puede menos que admirarse de que un hombre importante, como lo fue Gonzalo Torrente Ballester, interrumpiera todo lo que estuviera haciendo para hablar con alguien como yo… Y aún tuvo tiempo, cuando nos despedíamos, de darme algunas indicaciones para mi visita a Las Hurdes. Me fueron muy valiosas, pero este viaje, y el segundo, que hice quince años después, ya son tema para otro día.

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