martes, 19 de junio de 2018

BARÁTOM, GYURI (MI AMIGO GYURI)


Este niño que así de abiertamente sonríe a la cámara con una mirada tan limpia e ilusionada era nuestro amigo Gyuri. La foto es de 1959, cuando él apenas tenía once ó doce años, y supongo que está tomada en Budapest; esto no lo puedo asegurar, pero sí que fue en Hungría, en un Magyarország para mí difícil de imaginar porque, tan sólo tres años después de la aplastada revolución de 1956, debía de ser un país celosamente cerrado. Cuando yo los conocí (al país primero y después a él), ni el uno ni el otro eran ya los mismos y, sin embargo, os aseguro que si uno alcanzaba a mirar fijamente sus ojos limpios y expresivos podía seguir encontrando esa misma mirada del niño de la fotografía, del niño que siempre fue.
En la distancia trato de recordar cuándo Inés me habló por primera vez de quien acabaría siendo su marido, cuándo por primera vez nos vimos cara a cara, me estrechó la mano o me abrazó efusivamente; porque Gyuri (también en eso como muchos niños), era cariñoso y afectuoso. Es difícil recordar aquellos detalles porque la memoria es caprichosa (o tiene razones que nosotros ignoramos), así es que al final, uno se pone a buscar entre sus recovecos y el recuerdo más lejano que encuentra es el de nuestra primera despedida, cuando (antes de llevarme con su coche a Ferihegy, el aeropuerto de la ciudad), con el mismo alborozo infantil que mostraba ante un truco de magia o las peripecias de los personajes en su serie de televisión favorita, me entregó los regalos que con mucha ilusión había comprado para mis hermanos pequeños, explicándome con detalle la utilidad de cada objeto y, esforzándose por salvar los obstáculos que el idioma nos ponía, haciendo chistes para que cada uno de ellos viajara a España acompañado de una sonrisa. Junto a los obsequios, me entregó un disco que era suyo y que yo le había pedido varias veces que pusiera, un cedé con música de órgano electrónico que, seguramente, ni será húngaro ni nadie conocerá: “The magical wurlitzer” de Raymond Wallbank, pero que a mí me traía el recuerdo de plácidas tardes de domingo en nuestra casa de cuando éramos pequeños y, mientras burlábamos el frío con el calor de un brasero bajo las faldas de la mesa camilla, dejábamos pasar la tarde escuchando en el tocadiscos los vinilos que mis padres ponían y entre los que había uno con música muy parecida a ésta.
Aún conservo el que me regaló Gyuri y lo escucho, una vez más, mientras voy pergeñando estos recuerdos. Porque a éste más antiguo, siguen otros muchos que, como si de los fotogramas de una película se trataran, van pasando por mi mente:
… cocinando algún plato típico, del que luego me pasaría la receta, escrita en húngaro de su puño y letra, de tal modo que me sirviera para ejercitar tanto el idioma como los fogones. (Nunca me salen igual que a él porque seguro que, como todo buen cocinero, se guardaba sin darse cuenta algún ingrediente secreto, algún detalle en el que no se cae porque quizás sea sólo, por ejemplo, la voluntad de agradar).
… celebrando uno de mis cumpleaños junto a Inés y toda su familia.
… probando la sauna que él mismo había construido y en la que se esforzaba en explicarme el funcionamiento, el origen de las maderas que había utilizado o cómo se mantenía la humedad echando agua sobre los guijarros calientes.
… como guía y taxista muchas veces: al aeropuerto, al Palacio Godollo (el de Sissi, emperatriz de Austria y reina de Hungría), a visitar a las hijas de Inés en Göd y en Sződliget… La última vez, al hermoso jardín botánico de Martonvásár y al Parque de las Estatuas (Szoborpark), en el que me fotografió junto al monumento a los combatientes en las Brigadas Internacionales.
… e, invariablemente, con su incombustible sentido del humor y con la nobleza propia de quienes, por más golpes que les haya dado la vida, no han sabido o no han querido dejar de ser niños.
El idioma siempre nos mantuvo separados y, sin embargo, su esfuerzo por entenderme y hacerse entender, ahora que no está, se convierte en la prueba más evidente de su afán por agradarme, por hacerme placentera cada una de mis estancias en Budapest… Qué triste que uno no sepa valorar estas silenciosas muestras de afecto hasta que la otra persona ya no está, hasta que uno ya no puede corresponder con un abrazo caluroso y cordial: Gyuri murió el pasado 11 de febrero. Apenas tenía 62 años y había pasado poco más de uno desde que nos viéramos por última vez, sin que pudiéramos sospechar que el cáncer ya estaba socavando por dentro su robusta constitución. Hoy, 11 de mayo, tres meses después, su familia y sus amigos se han reunido en el Nuevo Cementerio Público de Budapest para decirle adiós con un homenaje, al que yo me quiero sumar con estos entrañables recuerdos porque, aunque la distancia no me haya permitido acompañarlos, soy uno más de quienes lloran su ausencia.


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