martes, 19 de junio de 2018

EL ABRAZO DE LOS SANTOS

  Yo creo que aún no había amanecido cuando, cada Viernes Santo, nos despertaban para ir a la Procesión del Encuentro. Ni el madrugón ni el frío de la aurora nos importaban. Merecía la pena llegar a la iglesia cuando aún era de noche y encontrarla llena de luz, iluminada por cientos de velas que alumbraban a otros tantos vecinos que también estaban esperando a que los pasos se echaran a andar: Jesucristo, cargando con la cruz donde horas después sería crucificado; San Juan, el discípulo amado, que hacía de guía de la Virgen de los Dolores y, por último, la Verónica que, al final, habría de participar en el drama que tendría lugar en la placetilla de la Cruz Verde.                Para nosotros, los niños, era el momento más importante de todas las vacaciones de Pascua… Al menos así fue hasta que permitieron proyectar películas en el cine, se pudo escuchar música no religiosa en la radio e, incluso, se abrieron las discotecas… Al menos de esa manera lo recuerdo, aunque también es posible que me engañe la memoria.
            La magia de aquella procesión, que nunca salía en el Nodo (como las de Zamora, Sevilla o Cartagena), no estaba sólo en que lentamente se fuera haciendo de día a los ojos de quienes las seguíamos, o en que el camino hacia el Calvario atravesase calles de Casas Ibáñez; para mí el encanto estaba en ver cómo las imágenes, una vez llegaban a la placetilla, a hombros de unos cuantos costaleros, se movían representando una función en la que se encontraban unos con otros, se abrazaban y, milagrosamente, todos los años, la cara de Cristo se quedaba grabada en el paño con el que la Verónica le limpiaba el rostro; mientras una voz cascada y rota, a la que contestaba un coro de hombres (sólo hombres), lo iba narrando con las estrofas de una “saeta” que ha ido pasando de padres a hijos de Semana Santa en Semana Santa.
            
Casi cincuenta años después, algunas cosas han cambiado: Nadie se levanta al amanecer para ir a una procesión, así es que no es hasta las nueve de la mañana que los Santos se deciden a salir de la iglesia de Casas Ibáñez; donde ya no atraviesan la plaza del Caudillo y la calle de José Antonio sino que, para llegar a la de la Amargura, pasan por la plaza de la Constitución y la calle Correos. Los pasos, aún siendo los mismos, son mucho más pequeños que en mi infancia. Las mujeres ya no llevan velo y los hombres no se descubren al paso de las imágenes, quitándose la boina; más bien, unos y otras, nos protegemos del relente con gorros de lana y hemos cambiado los abrigos de fieltro y las chaquetas de pana por prendas de piel y chupas de cuero. El rostro de Cristo ya no se estampa milagrosamente en el paño de la Verónica, sino que éste va oculto en un pliegue que, descaradamente, se deshace a la vista de todo el mundo, tirando de un hilo. La voz que rompe el silencio con el clásico sonsonete de toda la vida ya no es la misma, aunque está igual de cascada y rota; entre los hombres que le responden desde el coro hay algunos que fueron conmigo a la escuela y que ahora llevan a sus nietos de la mano… Y aún así…
            Aún así, cada Viernes Santo, siempre que puedo, me levanto al amanecer y viajo casi una hora para estar presente en el momento en el que los Santos se encuentran y se abrazan. Cuando la procesión se acaba, Ramona y su familia nos abren la puerta de su casa a un puñado de amigos; allí nos esperan, para paliar el frío que nos haya podido aterir, un puchero de chocolate caliente, magdalenas y bizcochos del horno, tortas malhechas y de manteca, fritillas y cañas fritas… Pero ésa ya es historia para otro día.

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